Por Julio Rodríguez / Periodista

 La tierra que vio nacer a Fredy y Marleni Ayala está a miles de kilómetros de donde ellos se encuentran actualmente, en el alto Manhattan, Nueva York, Estados Unidos, país al que llegaron hace unos 35 años, en 1989, procedentes de Ilobasco, departamento de Cabañas, El Salvador.

 Fredy y Marleni Ayala dejaron su tierra natal con el corazón lleno de sueños y la incertidumbre de un futuro desconocido. La guerra civil y la falta de oportunidades los obligaron a buscar un nuevo comienzo en Estados Unidos. Llegaron sin nada, solo con la determinación de labrarse un mejor porvenir.

 Durante años trabajaron incansablemente en distintos oficios, aprendiendo el ritmo acelerado de la vida en Nueva York. Con sacrificio y esfuerzo, lograron establecerse y formar una familia. Tuvieron dos hijos, quienes se convirtieron en su mayor inspiración para seguir adelante.

 Fredy fue siempre un emprendedor de hueso colorado, como dicen en El Salvador a las personas que persisten en sus ideas o proyectos. Después de trabajar los oficios propios de los migrantes en Estados Unidos como barrer, limpiar casas, trabajar lavando platos, etc., con esfuerzo y ahorros levantó su primer emprendimiento, abrió una compañía de envíos al por mayor en un país donde las condiciones eran adversas, sin hablar bien el idioma inglés y lo que implica, en términos de permisos.

 Debido a la crisis y recesión de finales de los años noventa, se vio en la necesidad de vender la compañía, pero no dejó de aprender y buscar otras alternativas de trabajo. Hacer pan y postres siempre fue su pasión, lo cual le daba credenciales para embarcarse en otro emprendimiento que ya ha navegado en el bravo y a veces apacible mar de Nueva York.

 

 Hace más de 10 años, su espíritu emprendedor los llevó a abrir My NY Bakery Cafe, un restaurante ubicado en el Alto Manhattan. Con una combinación de platillos típicos salvadoreños y clásicos estadounidenses y europeos, el negocio rápidamente ganó popularidad entre la comunidad local y latina (pese a que en la zona hay pocos salvadoreños). Las pupusas, tamales y atol de elote conquistaron el paladar de quienes buscaban un pedazo de El Salvador en Nueva York, mientras que los croissants y bagels atraían a una clientela diversa.

 En local está justo en la esquina del 1565 Lexington, Manhattan, Nueva York, y en su interior el olor salvadoreño puede respirarse y verse, Antony el hijo mayor de los Ayala de Ilobasco, ha decorado con sus propias manos y sentido de pertenencia a la tierra de sus raíces paternales, murales y detalles de la campiña y la costa salvadoreña.

 

 El negocio familiar ha crecido pese, incluso, a que la comunidad salvadoreña en esa parte de la ciudad es mínima, pero su sabor, la atención y el dinamismo ha logrado atraer la atención de otros comensales, ya que no re usan la materia prima y tienen una obra social de repartir la comida que no se logra vender en el día, entre sus trabajadores o personas en condiciones vulnerables.

 Su fe y actitud han sido fundamentales para estos salvadoreños que no olvidan que todo favor proviene de Dios y que el esfuerzo de cada día los ha llevado estas condiciones de prosperidad y alegría.

 Marleni, es enfermera y siempre ha trabajado de cuidar personas, pero ahora su mayor sueño es volver a su tierra natal desde donde salió hace 35 años. Está interesada en invertir en El Salvador dadas las condiciones que el país ahora ofrece en cuanto temas de bienes raíces.

 Con el tiempo, el esfuerzo de Fredy y Marleni dio frutos. No solo lograron estabilizarse económicamente, sino que también empezaron a invertir en su país natal. Con cada viaje a El Salvador, fortalecían sus raíces y preparaban el terreno para su retiro. Su plan es regresar definitivamente en unos cuatro años, cuando consideren que es el momento adecuado para disfrutar de los frutos de su arduo trabajo.

 La historia de los Ayala es un reflejo del espíritu luchador de los migrantes que, con trabajo y perseverancia, logran convertir sus sueños en realidad. De Ilobasco a Nueva York y de vuelta a su tierra natal, su travesía es testimonio de que nunca se olvida de dónde se viene, y que con fe en el Señor y esfuerzo, todo es posible.