Por Julio Rodríguez, periodista.
Nostalgia y lucha en tierra ajena. «A través de las historias de quienes han hecho de Estados Unidos su hogar, este artículo revela la compleja realidad de la diáspora salvadoreña: lucha, sacrificio y, sobre todo, una conexión inquebrantable con El Salvador.»
Los Ángeles, California. A un costado del emblemático Parque MacArthur, los colores azul y blanco ondean con orgullo cada agosto. En pleno corazón de esta ciudad, miles de salvadoreños convierten el parque en una réplica improvisada de las fiestas patronales de San Salvador. Dulces típicos, elotes locos, música popular, y ese ambiente festivo que mezcla alegría con nostalgia, como un abrazo entre lo que se recuerda y lo que se extraña.

Migrantes salvadoreños compran café y pan dulce como desayuno antes de ir a trabajar en una cafetería ubicada en un barrio de Los Ángeles
El parque MacArthur no es un sitio cualquiera. Desde los años ochenta, se volvió símbolo de encuentro para quienes huyeron de la guerra civil y la pobreza. Se estima que entre 1979 y 1988, más de medio millón de salvadoreños cruzaron la frontera en busca de refugio. Muchos llegaron aquí, y otros tantos siguieron rumbo al norte. Hoy, el parque es el escenario de una feria que celebra lo que no pueden vivir en casa: la festividad en honor al Divino Salvador del Mundo.
A su alrededor, las calles recuerdan a San Salvador. Puestos de comida, vendedores ambulantes, y escenas que podrían haberse tomado de cualquier barrio capitalino. Cuando las autoridades anuncian operativos, los comerciantes se avisan unos a otros, corren, esconden su mercadería… una dinámica conocida, repetida, adaptada.
El autor del artículo con el periodista Mauricio Ramírez en San Francisco, California.

Zuleyma Vanessa Pineda, prima del autor, llegó legalmente hace más de una década. Vive en las afueras de San Francisco. Tiene cuatro hijos, dos nacidos aquí y dos naturalizados. Es auxiliar de enfermería y aunque ha logrado estabilidad, todavía sueña con volver. “Cuando voy por ciertas calles, siento que manejo hacia los Planes de Renderos”, confiesa con melancolía. Su historia es la de miles: la de una vida construida lejos, pero con raíces firmes en casa.

El DJ Oscar Bonilla de Sonido Pesado de Santa Tecla, departe con varios tecleños de la colonia Quezaltepeque, radicados en Los Ángeles, en un reciente viaje a EEUU.
California alberga a más de medio millón de salvadoreños. En todo Estados Unidos, se calcula que hay casi dos millones, entre residentes legales e indocumentados. Están en San Francisco, Nueva York, Texas, Virginia, Chicago, incluso Alaska. Muchos trabajan jornadas dobles o triples, envían remesas a sus familias con sacrificio, como Ricardo Vega, quien lamenta: “Mandamos 200 dólares al mes, y no saben lo que nos cuesta ganarlos”.

Una mujer migrante salvadoreña y un trabajador en una cafetería de Los Ángeles.
La paradoja duele. “Eres la tierra que nos sustenta…”, recitan los niños en las escuelas salvadoreñas cada septiembre, en la tradicional Oración a la Bandera. Pero, ¿cuál es hoy esa tierra que sustenta a miles de familias? Muchos padres trabajan en Estados Unidos para que sus hijos coman, estudien o construyan un futuro en El Salvador. Pero esos mismos hijos, si crecen aquí, ya no recitan la oración en español. En su lugar, entonan: “I pledge allegiance to the flag of the United States of America…”
El autor del artículo con el periodista salvadoreño Manuel Arias en una amena conversación en Silicon Valley, Santa Clara, California,

California, Texas, Nueva York, Washington, Maryland… esa es la nueva tierra que los sustenta. Un lugar de extremos: climas duros, alquileres imposibles, ropa comprada en rebajas, habitaciones pequeñas compartidas, trabajos sin descanso. En medio del llamado “sueño americano”, muchos viven una realidad que poco tiene de sueño.
Pero aún así, resisten. Se levantan temprano. Envuelven con cuidado los tamales que venderán en el parque. Cantan canciones que aprendieron de niños. Y por unas horas, convierten un rincón de Los Ángeles en un pedazo de El Salvador. Porque aunque estén lejos, nunca se van del todo.