Yuvini Solórzano pasó por la vida como quien escala una montaña con los pies descalzos. Vendió queso, perfumes, entregó pizzas, limpió baños en el Centro judicial «Isidro Menéndez» de San Salvador… pero su mirada nunca dejó de ver hacia la cima. Soñaba con ser abogado, aunque en el camino abundaban los atajos y la incertidumbre, siempre escogió el camino de lo correcto y la certeza de que lo lograría.
No nació en cuna de oro, pero su familia —modesta y arraigada en el corazón montañoso de Chalatenango, al norte de El Salvador— fue un terreno fértil donde sembró su carácter. Le dio apoyo con la precisión de un cirujano: el justo para sostenerlo sin impedirle luchar.
«Mi padre era sabio. Me mostró el camino, pero no me lo pavimentó. Tuve que cruzarlo con mis propios pasos», recuerda Yuvini con un dejo de nostalgia.
Estudió en el Colegio Cristóbal Colón y se graduó de bachiller en 1998. Se casó joven, y junto a su esposa construyeron su futuro como quien edificó una casa en plena tormenta: a base de fe, sacrificio y noches en vela. Ella estudió administración; él, derecho y se conviritó abogado y notario. El título no fue un regalo, fue una batalla ganada.

Junto a su esposa, Yuvini Solórzano, salieron adelante sin muchos recursos más que el sueño de una empresa propia.
La vida lo llevó por más oficios que un vagabundo con mil historias: fue de todo y para todos, hasta que llegó a una empresa de seguros. Fue rechazado la primera vez, pero en el segundo intento lo contrataron. Doce años después, sabía que ese era su terreno: los seguros, sí… pero también la independencia.
“En el cuartito del fondo de la casa que alquilábamos, sentados sobre cubetas vacías de pintura, mi esposa y yo, comenzamos a soñar con Asistencia Regional”, recuerda con una mezcla de orgullo y asombro.
Su experiencia previa fue como una antorcha en la oscuridad: lo iluminó y le permitió avanzar a pasos agigantados. En apenas dos años, su vida se transformó por completo. La abundancia tocaba las puertas de su casa y los negocios llegaban por doquier, pero también por otra puerta entraba el cambio de su rutina, sus gustos, su matrimonio, y poco a poco, también su alma. El dinero le dio alas… pero no le enseñó a volar.

Su empresa asiste a las mejores compañías de seguros de la region centroamericana.
Comenzó a vivir rápido, a derrochar como si el mañana estuviera garantizado, a llenar vacíos con lujos que solo ensanchaba el silencio interno, y la paz paulatinamente perdía terreno frente a la violencia de las palabras y los hechos que hieren profundamente.
Hasta que la factura llegó. Y no venía en números, sino en emociones. Un peso invisible lo hundía más cada día. A pesar del éxito económico, sentía que algo dentro se había roto… o tal vez nunca había estado completo.
Una noche, decidió apagarlo todo, pagar alto el precio que, según él, valían sus decisiones, errores y desaciertos. Sus pecados, diría mucho tiempo después.
Con la mano fría, como a quien no le tiembla el pulso de lo que está seguro de ejecutar, preparó el arma. Sabía cómo usarla. Nadie mejor que él para un disparo preciso. sentado en su habitación, en silencio, con el cañón apoyado contra la sien. El mundo entero parecía reducirse a un zumbido, a una voz interna que repetía sin descanso: “Dispara” .
El dedo se cerró sobre el gatillo. El instante parecía eterno, como si el tiempo se detuviera a mirar.
Y entonces, un grito rompió la noche como un relámpago: “¡Nooooo!” . Su hija, de apenas doce años, irrumpió como un ángel fuera de guion, y ese grito le movió el alma y la mano. El disparo se escapó, la bala rugió a más de 300 metros por segundo, demasiado rápido para que alguien la detuviera… pero no lo suficiente como para llevárselo.
La muerte pasó rozando. No se lo llevó, pero le arrancó algo: la venda que le cubría el corazón.
Ese momento, ese casi-final, se convirtió en un nuevo principio.
Yuvini se quebró. Pero no quedó roto: permitió que Dios, ese al que había mantenido al margen, entrara no solo a su vida… sino también a sus negocios, a su hogar, a su alma.
Hoy su empresa tiene presencia en toda Centroamérica. Da trabajo directo a más de 80 personas y bendice decenas de hogares más de forma indirecta. Pero su mayor logro no está en los balances financieros.

Las prioridades de Yuvini Solórzano es su familia, trabajo y el servicio a Dios.
Su matrimonio fue restaurado no solo en el amor, sino en la fe. Cristo dejó de ser un espectador lejano y se convirtió en la guía. Aprendí a caminar juntos, a compartir todo —incluyendo el dolor— ya depender completamente de Dios.
Con su familia tienen diversas formas de servir a la obra de Dios, él estudia Teología, es presidente del capítulo «Basilea Empresarial» de la Fraternidad de Hombres de Negocios del Evangelio Completo, asisten regularmente a una iglesia y tiene obra social para con las personas que necesitan y ellos pueden ayudarles.
Yuvini sigue en el mundo de los seguros. Pero ahora, lo único que tiene asegurado es lo que realmente importa: la paz interior. La ganancia ya no se mide en ceros, sino en lágrimas que no se derraman más, en risas compartidas, en la fragancia de una libertad conquistada con dolor, amor… y milagro.