Por Julio Rodríguez / Periodista
El conductor de camiones conocía al milímetro la carretera entre El Salvador y Guatemala. Durante años transportó mercadería sin incidentes. Pero esa vez, el destino venía detrás de él. Lo siguieron por varios kilómetros. Luego, lo obligaron a bajar, lo pusieron de rodillas y le dispararon en la nuca. Lo robaron. Lo mataron.
El crimen fue tan frío como irreversible. Y dejó en orfandad a un niño de nueve años: Noé Alfredo Sura. Su madre, costurera y modista, asumió sola la carga del hogar. Pero también un juramento: sus hijos estudiarían y se convertirían en profesionales, como siempre lo soñó su esposo asesinado.
Décadas más tarde, Noé se ha convertido en una figura clave del Hospital Nacional Rosales. El doctor Sura, médico y cirujano con más de 25 años de servicio, no ha perdido la sensibilidad. Cada paciente es una promesa viva. Él pone su conocimiento, pero cree firmemente que quien opera el milagro final es Dios.

El doctor Sura ve a pacientes con pie diabético y varices.
Cuando decidió especializarse en Flebología —la rama médica que trata las venas, las úlceras varicosas y el pie diabético— sus colegas le advirtieron:
—Te vas a morir de hambre.
Pero él no lo hizo por dinero. Lo hizo por su madre. Ella había sufrido durante años de úlceras varicosas, dolencia que implicaba no solo dolor físico, sino también rechazo y discriminación médica. Desde niño, Noé le curaba las heridas con lo que tenía a la mano y repetía:
—Primero Dios, voy a ser médico.
Y lo fue. Y cumplió su promesa. “Gracias a Dios, cuando falleció, mi madre estaba sana de las úlceras. Murió de otras causas”, recuerda, con serenidad y gratitud.

El equipo de apoyo del doctor Sura ha sido eficiente y funcional.
Sus colegas lo veían con extrañeza: ¿por qué tratar pies malolientes, heridas crónicas y procesos lentos, cuando había especialidades más lucrativas? Pero Sura lo tenía claro. Alguien debía mirar a los que nadie quería mirar.
Fue así como nació el Programa Nacional de Clínicas de Pie Diabético, un esfuerzo que comenzó con lo mínimo en el Hospital Rosales. Con el apoyo de una enfermera incondicional, Carmelina Turcios, y las autoridades de salud, logró fundar un espacio digno, funcional y empático para pacientes con esta condición. Muchos de ellos, marginados por su enfermedad, encontraron allí no solo tratamiento, sino esperanza.

El programa permite que jóvenes médicos se interesen por esta especialización, aunque son pocos.
La clínica es limpia, humana, organizada. Carmelina recibe, orienta, asiste. El doctor Sura llega temprano tras hacer su ronda por el hospital, atiende, enseña, acompaña. No solo cura, también forma discípulos —pocos, porque no muchos quieren especializarse en una rama tan exigente y poco glamorosa.
A pesar de los escasos recursos, el programa ha funcionado. Ha evitado amputaciones, ha salvado vidas, ha dignificado personas. Todo impulsado por un médico que antepuso el servicio a la ambición, la vocación al prestigio, y la compasión al reconocimiento.
Hoy, el doctor Sura continúa operando con su clásica vestimenta quirúrgica, bisturí en mano desafía lo incurable. Su historia demuestra que se puede sanar más allá del cuerpo, y que incluso las heridas del alma —como la pérdida brutal de un padre o la pobreza extrema— pueden transformarse en medicina para otros. No fue la medicina más rentable. Fue la más humana.
Y Noé Alfredo Sura eligió ser ese tipo de médico. El que cura con manos… y con fe.