La calle fue su primera escuela. Le enseñó a sobrevivir: la golpeó, la cuidó, pero siempre le dio lo justo para mantenerse viva. Vagó entre casas coloniales fantasmales, con atardeceres que perdían color ante una oscuridad que no dormía, como ella. La calle la formó con dureza, pero también la mantuvo cuerda.

Por Julio Rodríguez, periodista.

La noche la alcanzó como un lobo que olfatea la debilidad. Era solo una niña de ocho años de edad cuando aprendió lo que era dormir a la intemperie, en un cartón en los pasillos de un portal  de la ciudad. Se acurrucaba como quien busca el calor de un vientre que nunca conoció, el de una madre que la abandonó sin decir adiós, pero que aún ella la amaba.

La calle fue su primera escuela. Le enseñó a sobrevivir: la golpeó, la cuidó, pero siempre le dio lo justo para mantenerse viva. Vagó entre casas coloniales fantasmales, con atardeceres que perdían color ante una oscuridad que no dormía, como ella. La calle la formó con dureza, pero también la mantuvo cuerda.

Creció entre barrotes invisibles y rejas de verdad. Naufragó en su propia vida, perdida en el mar de la droga y del abandono, disfrazando su dolor con alcohol y malas decisiones. Pero el alma no se pudre tan fácil. En algún rincón seguía latiendo.

Un día, cual milagro surgido de la Biblia, encontró algo inesperado: un hombre que, en medio del caos, vio a una mujer oculta tras el olor a derrota. Él le sonrió, y ella le contó su historia. No pidió lástima. Solo habló desde el fondo. Le confesó que había aprendido más en la cárcel que en la calle, que cada encierro fue una lección, cada error una advertencia.

Con el tiempo, se redescubrió. Aprendió a escribir con belleza, cultivó una imagen de mujer redimida, se vistió con dignidad y se convirtió en una mujer justa y buena, como las que resultan después de escuchar y aprender a seguir al Maestro de Galilea. No cambió de un día para otro. Se reinventó lentamente, como el árbol que florece tras la sequía. Luego, fue madre. Cinco veces. Y con cada hijo, un nuevo propósito.

Sus hijos fueron su salvación. En ellos depositó el amor que le negaron, los abrazos que no recibió, las palabras que tanto necesitó. Y un día, selló su transformación: entregó su vida a Jesucristo. Con fe inquebrantable, limpió las heridas y transformó su historia.

Un día se encontró con su madre. No le reclamó, sino que la pidió perdón, también la perdonó y le presentó a sus nietos. Le dijo «te amo» con un corazón lleno de paz, no de resentmiento. Porque había aprendido que el amor que no se da, se hereda roto, y ella no quería dejar un legado quebrado. Quería dejar un jardín donde antes solo hubo espinas.

Murió cuando tenía un poco más cuarenta. Muchos años después de su muerte, sus hijos llegaron en sus carros, provenientes de distintos lugares del mundo, donde estudiaban o trabajaban, asisitieron a un acto familiar para honrar su memoria. Eran profesionales. Eran su legado. La que, que fue sombra en vida, se convirtió en luz para los suyos.

La mujer que nació una noche de octubre, con vientos que hacen cantar a los arboles, volvió a nacer cuando decidió cambiar. Porque hay vidas que florecen tarde, pero florecen con más fuerza. Ella no fue un error del destino. Fue una historia de redención. Fue prueba viviente de que con fe, amor y voluntad, uno puede renacer. Y dejar un legado que hable por siempre de las maravillas del Señor en las vidas de las personas.

(Basado en hechos reales)