Por Julio Rodríguez / Periodista
Recién nacido, fue abandonado en un predio baldío, donde las hormigas hacían festín en su delicada piel. Sus gritos, más que llanto, parecían una canción de dolor, un lamento por aferrarse a la vida. El rumor corrió como pólvora por los pasillos del Hogar de Niños «San Vicente de Paúl», en el barrio San Jacinto de San Salvador, El Salvador.

El pastor Carlos Hernández, fue abandonado recién nacido en un hormiguero donde fue rescatado por las monjas de un reconocido hogar de niños huérfanos.
Acostumbradas a los sobresaltos, las hermanas de la caridad, guardianas de ese hogar de amor y resguardo, lo tomaron con el mismo cuidado reverente con el que cada Navidad colocan al Niño Dios en los nacimientos de barro. Pero esta vez, no era una figura de yeso: era un bebé de carne y hueso, librando su primera batalla contra la muerte. Su primer canto fue de sufrimiento… y de supervivencia.
Una pareja, movida por un profundo amor cristiano, lo adoptó. Le dieron techo, cariño y valores. A los 15 años, su voz ya era otra: en la parroquia, su canto se elevaba como si el cielo hubiera robado a un ángel del coro celestial.

Hernández fue fundador de populares orquestas y grupos musicales como «Macho» y otros.
La música fue su camino. Pero cambió de acordes y ritmos. Llegó la fama: mujeres, dinero, aplausos. Tocó otro “cielo”, uno falso, lleno de luces que se apagan pronto. Carlos Hernández, representó a El Salvador en el Festival OTI frente a grandes de la canción como Yuri (México) y Fernando Ubiergo (Chile; fundador de grupos y orquestas salvadoreñas, era una estrella con luz propia. Pero como muchas que brillan sin sostén, terminó apagándose.
Su participación en el OTI fue contra grandes de la canción como la mexicana Yuri y el chileno Fernando Ubiergo.

Una fractura familiar irreparable lo llevó a prisión. Sin escenario, sin público, sin aplausos. Solo. Y en ese silencio, empezó a cantar de nuevo… pero diferente.
El fallecido pastor Edgar López Bertrand, conocido como el Hermano Toby (padre), lo visitó en la prisión. No le ofreció instrumentos ni contratos millonarios, solo una nueva partitura: su voz, su fe, y un director celestial que lo escuchaba con atención. El mejor. El que dirige un coro de ángeles… y que, aun así, lo eligió a él.
Carlos ya no brilla por sí mismo. Ahora canta para quien da sentido a la luz. Sirve al Señor. Se ha reinventado. Su voz, antes para el espectáculo, ahora es instrumento de esperanza. También volvió a su otra vocación: la arquitectura. Hoy diseña espacios… pero de fe.

Actualmente Carlos Hernández, es pastor general de la Iglesia Bautista «Familia de Dios».
Lo encontré en uno de estos días calurosos y apocalípticos del verano. Le pregunté:
—Bueno, ¿y qué haces ahora?
—Sirvo al Señor —me respondió.
—Algunos dirán que eres un aleluya aburrido —le solté, esperando una respuesta del hombre para quien la música fue todo.
—No —me dijo, con una sonrisa serena—. Hoy mi vida es una fiesta. Sigo cantando. Estoy en paz con muchos. El Señor me ha confiado una iglesia llena de gente alegre que se ve como familia. Y sí, mi voz canta de todo… porque la música es Dios.
Entonces recordé aquella primera canción de Carlos, cuando apenas era un bebé picado por hormigas. Tal vez no lloraba… tal vez cantaba algo que solo Dios entendía.
Y me pregunté: ¿cuántas veces hemos llorado amargamente por lo que nos pasa en la vida? Lo que sea que nos haga llorar, si aceptamos la voluntad de Dios, puede convertirse un día en un canto de victoria. Y entenderemos, al fin, el propósito de nuestra historia.
La participación completa en el festival OTI de 1984, donde Carlos Hernández representó a El Salvador interpretando la canción «Soy»
(Si usted quiere visitar la congregación que pastorea Carlos Hernández, puede hacerlo en la dirección Barrio San Jacinto frente a la Despensa Familiar (Ex Cine Regis), en San Salvador)