Los Spafford vivían tranquilamente en su casa de Chicago. El jefe de la familia, Horacio, era un abogado exitoso y sus ingresos le permitían darle a su esposa Ana y sus cinco hijos una vida acomodada. Eran una familia de mucha fe en Dios y miembros muy activos de la iglesia presbiteriana local. Pero esa fe pronto sería puesta a prueba.

Corría el año de 1870 cuando la muerte llamó a su puerta. La fiebre escarlata, una enfermedad de origen bacteriano tan temida para la época, acabó con la vida del menor de los hijos, de apenas 4 años de edad.  

Un año después de la dolorosa muerte del pequeño, otra tragedia tocó la puerta de los Spafford. En octubre de 1871, el llamado Gran Incendio de Chicago devoró a su paso edificios y residencias, entre ellas casi la totalidad de las propiedades de la devota familia.  

El destino les había dado dos duros golpes en tan corto tiempo. Horacio consideró saludable hacer un viaje familiar a Europa, así que compró boletos para zarpar a bordo del  transatlántico Ville du Havre. Llegó la fecha del viaje, era el 22 de noviembre de 1873, pero un asunto inesperado relacionado a las pérdidas de sus propiedades por el incendio retuvo a Horacio por lo que pidió a su esposa adelantarse junto con  sus cuatro hijas: Anne, Maggie, Bessie y  Tanetta, de 11, 9, 7 y 2 años respectivamente. Pronto se reunirían en Inglaterra para hacer turismo y  para apoyar las cruzadas evangélicas a cargo del famoso predicador Dwight L. Moody.

Pero el destino les tenía otra arremetida. En el camino, el barco en el que se conducían chocó contra un navío inglés y Ville du Havre se hundió en cuestión de minutos. Anna luchó contra las olas pero estas fueron arrebatando una a una la vida de sus hijas. Las niñas formaron parte de las 226 personas ahogadas, Ana fue de las pocas sobrevivientes, fue  rescatada mientras flotaba sobre una tabla. Desolada fue llevada a Londres y desde allá envió un  mensaje a su esposo: “Salvada sola. Qué debo hacer.”

Horacio emprendió de inmediato el viaje con el corazón roto. Cuando pasaba por el lugar en el que se habían ahogado sus cuatro hijas en vez de maldecir escribió un cántico salido de su profundo dolor. En vez de reclamar a Dios halló en él la suficiente fortaleza para  componer una poderosa canción llamada “Está bien con mi alma”, un himno que hasta hoy es cantado en iglesias cristianas.   

Cuando la paz como un río sea mi camino

Cuando la tristeza sea como las olas del mar

Cualquiera que sea mi destino me has enseñado a decir

Está bien, está bien con mi alma…

Aunque Satán me abofetee,

 Aunque las pruebas deben venir 

Que esta bendita seguridad esté en control

Que Cristo ha considerado mi indefenso estado y

Derramado su propia sangre por mi alma…

¿Quién es capaz de mantener la calma y decir que todo está bien, cuando la enfermedad y el ancho mar se han llevado a sus hijos?

 ¿Quién puede permanecer en calma ante tanta desolación y no lanzar un por qué al cielo?

El mismo Jesús mientras agonizaba en la cruz preguntó al Padre por qué lo había desamparado mientras cargaba el peso de los pecados de la humanidad clavado en una cruz. Instantes después, el mismo Jesús moría en paz y perdonaba a los que lo habían crucificado. Jesús no maldijo sino que perdonó, tres días después resucitó y venció al mundo. Han pasado más de dos mil años y él sigue impactando al mundo con su mensaje de amor, de perdón, de paz y esperanza de vida eterna.

El Maestro de maestros sigue siendo hasta hoy un modelo de fe y de vida. Horacio G. Spafford había aprendido esto, por eso fue capaz de mantenerse en pie y en paz consigo mismo y con Dios.

Quizás el fuego amenace con devorar nuestra vida;  quizás la enfermedad o la muerte estén llamando a nuestra puerta; a lo mejor sentimos que las olas nos azotan tanto y tambaleen nuestra nave. Pero todo estará bien o estará mal, dependiendo de a quién damos la conducción de nuestra barca.

Por Mirella Cáceres, periodista.