Tomás Romero Tolentino
El hombre que escucha a las sombras hablar
Fíjate que una vez —porque así empiezan las historias que valen la pena— un niño llamado Tomás escuchó a su padre contarle cosas que parecían venir del otro lado del tiempo. Eran noches de luz escasa, apenas una vela que temblaba como si también quisiera oír mejor. Afuera, el campo respiraba lento y la oscuridad tenía pasos suaves.
En ese pequeño círculo de luz, donde la palabra todavía era fogata y la familia una tribu alrededor del candil, Tomás Romero Tolentino aprendió que antes de escribir, uno debe escuchar. Y escuchar hondo: los silencios, las pausas, los suspiros, el rumor de la tierra cuando se acomoda para dormir.
Años después, cuando los vecinos le decían “Tomasito”, cuando Santa Tecla ya tenía otras luces y otros ruidos, él siguió cuidando esa manera antigua de mirar el mundo: como quien sabe que detrás de cada anécdota hay un latido, detrás de cada risa un cansancio, detrás de cada historia una familia que intenta no olvidar.

Una vida escrita con tiza, periódico y guitarra
Antes de saberse poeta, Tomás fue vendedor de periódicos. Caminaba la capital con los titulares bajo el brazo, como quien carga noticias que aún no son suyas pero ya sabe que un día lo serán. En cada rostro vio un cuento no contado; en cada esquina, una escena que esperaba ser rescatada del olvido.
Luego vinieron los años de música, de caminos polvorientos junto al grupo Yancuic Taneci, de noches donde la guitarra era brújula y el folclor una manera de decir: “esto somos, esto sentimos, esto recordamos”.
En Jardines del Volcán descubrió otra forma de arte: la alegría. Allí nació “Farolito”, el payaso cristiano que hacía reír a los niños como si las carcajadas fueran un idioma espiritual. Tomás no cobraba. ¿Cómo ponerle precio a una risa que ilumina?

El pastor que predica como quien cuenta un secreto
Con el tiempo, el púlpito lo encontró a él. No fue un llamado estridente, sino un murmullo parecido al de aquellas noches con su padre. Hoy Tomás predica como quien corre una cortina suave: revelando apenas lo necesario, dejando que el resto lo llene el Espíritu y la experiencia.

Su voz, sin embargo, no predica sola. A veces la acompaña un poema, otras un cuento de barrio, o una frase que cae como moneda antigua en la memoria del oyente. Hay días en que su sermón se vuelve risa, y la risa, bendición.
Él mismo se nombra poeta del tinglado popular, un título que no cabe en ninguna academia pero sí en los parques, en los mercados, en las plazas donde la gente se reúne a pulir el alma sin darse cuenta.
“Fíjate que una vez…”: el libro que enciende la vela otra vez
Su nuevo libro, “Fíjate que una vez…”, no es un libro: es una mesa de madera donde alguien vuelve a encender la vela. Son relatos que huelen a maíz, a calle mojada, a patio con gallinas, a chistes que se contaban para espantar el miedo.

Tomás no inventa historias: las rescata. Las saca del bolsillo de la memoria y les sopla el polvo de los años. En cada página hay un guiño a su padre, a su barrio, a su Santa Tecla de voces largas y pasos cortos.
Leer este libro es volver a sentarse donde empieza la familia: donde alguien dice “fíjate que una vez…” y todos se acomodan, porque saben que lo que viene no es solo cuento, es identidad.
El legado de un hombre que nunca dejó de oír
A los sesenta y tantos, Tomás Romero Tolentino sigue caminando despacio, no por cansancio, sino porque quien camina despacio oye mejor. Y él no quiere perderse nada: ni el grito de un vendedor, ni el suspiro de un anciano, ni el ladrido de un chucho que podría ser personaje de su próximo relato.

Su vida entera es una ofrenda a la memoria: la memoria personal, la memoria colectiva, la memoria espiritual. Y en cada cuento, en cada sermón, en cada acto de servicio, Tomás vuelve a encender aquella vela que lo alumbró de niño.
Porque hay personas que no solo cuentan historias: son historias. Y Tomás, sin querer, se volvió una de las más hermosas.






