11:15 p.m.
Estoy afuera de un hospital privado, sentado en una banca de madera. Media hora me ha bastado para observar muchas cosas, cotidianas, extrañas, sencillas, que por alguna razón fueron tomando una fuerte carga espiritual dentro de mi.
Un perro se acerca para jugar conmigo entorno a un pedazo de pan que se encontró por allí, simpático juego de un animal para tomar confianza conmigo.
Una señorita se sienta cerca de mí en la banca, involuntariamente escucho que llama a su trabajo excusándose porque llegará tarde, pues acaba de salir de la consulta y el cielo deja caer una fuerte tormenta, extraña lluvia de verano, es como cuando uno siente triste y de repente estamos llorando inconsolablemente.
Sin miedo a enfermarse, frente al hospital una persona hurgando en la basura busca que comer, si llegara a ingerir algo peligroso, quizá moriría, porque es seguro que a este hospital no podría entrar, pues no tiene para pagar. Tan cerca y tan lejos la cura.


Irónico momento porque veo a un indigente que podría morir por falta de dinero para pagar la atención médica, a otro que murió pese a que pagó por ser atendido y ahora viaja solo en la limusina de la funeraria, solitario, en silencio sepulcral, pero un fuerte mensaje queda en el aire, el dinero no compra la vida.
De repente la zona se volvió una especie de fiesta, dos chicos juegan bajo la lluvia en sus bicicletas, de un microbús bajan varios empleados que entran al turno de media noche, otros salen de su turno y abordan el mismo vehículo que los llevará a sus casas a dormir aunque sea unas horas, pero arropados en la paz de sus hogares. Mientras una ambulancia que salió dando alaridos de emergencia se pierde en las solitarias y oscuras calles de la ciudad que descansa del bullicio cotidiano.
El hombre que hurgaba la basura se retira, posiblemente encontró algo porque en sus manos lleva una bolsa y el perro corre alegremente de un lado para otro, mojandose, mientras sigue jugando con el pedazo de pan y haciéndole pequeñas mordidas.
Un hombre de mediana edad pasa frente a mí me saluda cordialmente deseándome una feliz noche, pero por las fachas en que anda es una señal de que el efecto del alcohol está en su cuerpo. También a mi me ha hecho efecto el medicamente para el dolor de cabeza ya me siento mejor.
Fue una media hora en el hospital y me bastó para apreciar el cuidado del Señor a su creación, en un momento vi consuelo, provisión, amor, esperanza, alegría, pero sobre todo, fe, un tipo de fe natural, muy normal en el día a día de hombres y mujeres que están seguros en las manos del Maestro de Galilea.
Humberto Mendoza
Colaborador de AE 503 Periódico Digital