DORIS TEJADA: LA CERTEZA DE VOLAR EN PAZ (En memoria)

Por Julio Rodríguez, periodista.

Al filo de la medianoche del miércoles 9 de julio, el vuelo de Doris no podía ser pospuesto. El viaje estaba previsto para ese día, pero ella, como madre, hacía lo imposible por esperar a su hijo Samuel, quien regresaba al país con la esperanza de despedirse.

La expectativa del momento la dejó sin palabras, y la emoción le apretaba el pecho hasta robarle el aliento.

Y no era para menos. Allí estaban quienes más la amaban: su gran cómplice de vida, Mirtala —su madre—, la mujer que le forjó el carácter y le dio las armas para defenderse en un mundo difícil. También su esposo, Nicho, ese flaco siempre callado que la amó con ternura silenciosa, y con quien levantó la sólida empresa más valiosa: su familia.

Estaban también sus delirios, sus orgullos, sus amores de toda la vida: sus hijos Jenny, Samuel y Andrés, y su nieta adorada, Antonella, su «flaquita», a quien amó como si el mundo se acabara cada vez que la abrazaba.

Su hijo del corazón, Javi —el esposo de Jenn y adoptado por amor—, la despidió por videollamada desde el extranjero. No podía faltar, porque ella fue siempre creyó en él y en todos sus proyectos.

Familiares y amigos también se hicieron presentes. Todos sabían el calibre de mujer que era Doris, y uno a uno se acercaron para desearle buen viaje y un «hasta pronto». Sabían que, tarde o temprano, ese boleto nos llega a todos. Pero esa noche, el turno era de ella.

El ambiente se llenó de expectativa: ¿llegaría Samuel a tiempo? ¿O ella partiría sin poder verlo? La respuesta llegó cuando, con mochila al hombro, su segundo hijo entró corriendo a la zona de despegue. La abrazó fuerte, le habló al oído, y aunque no logró sacarle una sonrisa, sí le arrancó una lágrima. Entonces, sin más, Doris abordó y levantó vuelo.

Fue como si un ángel regresara a casa para una nueva asignación especial, habiendo cumplido con excelencia la anterior.

Doris llegó a esta tierra un 26 de abril de 1969. Fue recibida por Mirtala y Orlando, un hombre al que amó y respetó profundamente como papá. Encontró en Patricia una cómplice de juegos y travesuras, a quien cuidó como hermana. Su vuelo de regreso estaba fechado para el 9 de julio de 2025. Aunque deseaba quedarse más tiempo, sabía —y Dios también lo sabía— que el llamado era impostergable.

Vivió con pasión cada rol que le fue confiado: hija, esposa, madre, amiga… Pero sobre todo, sierva del Altísimo, colaboradora fiel del Señor Jesucristo, y discípula aventajada del Maestro de Galilea.

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Parece increíble que ya haya pasado una semana desde que alzó vuelo, y su recuerdo siga tan fresco, tan presente, tan inconsolable. Pero así es la vida: un viaje de ida y vuelta al lugar donde realmente pertenecemos. El extranjero en esta tierra solo debe preocuparse por dejar huella, cumplir su tarea, y cuando llega el momento de abordar el inevitable vuelo de regreso, hacerlo en silencio, en paz, y con la satisfacción del deber cumplido.

Porque despegó rodeada del amor que sembró, entre las manos que la cuidaron y los corazones a los que sirvió con entrega. Todos estaban allí, en la zona de despegue, como faros de amor encendidos en su última noche. Y eso, sabemos, le agradó.

Porque, aunque la despedida a un ser querido duele y las lágrimas se asomen sin pedir permiso, siempre debe haber resignación cristiana y gratitud por una vida bien vivida. Porque siempre será un hasta luego lleno de fe, de honra y de esperanza. Porque los que creen, saben que este no es el final.

Doris voló así: con paz, con amor y con la bendita certeza de haber cumplido.