Por Julio Rodríguez, periodista.
Serie Historia de Uber
Un anciano pedía un simple dólar. Pasaron cristianos de todos los credos, todos reflexionaron, ninguno actuó. Hasta que apareció alguien que no hablaba de Jesús… lo imitaba.
“Solo un dólar, por favor… solo un dólar necesito”, imploraba un anciano a la salida de un concurrido edificio del centro. Acababa de terminar una gran convención cristiana —de esas que reúnen a creyentes de todos los colores, doctrinas y denominaciones— y la gente comenzaba a salir.
Un conductor de Uber observaba desde la esquina mientras esperaba a su siguiente pasajero. Su carro estaba en modo “espera”, pero su mirada fija en la escena.
—“Llegaré tarde, alguien más le dará”, murmuró un hombre apurado, trajeado y con Biblia en mano. Se trataba de un cristiano bautista que valoraba tanto la puntualidad como la fe.
—“Hay que hacer un proyecto para esta clase de gente”, pensó un joven cristiano luterano, tomando nota mental mientras seguía de largo con sus compañeros de iglesia.

La gente camina sin ver a su prójimo.
—“La profecía se cumple… hambre en los días postreros”, reflexionó una mujer que se definía como profética. Miró al anciano, pero no se detuvo.
—“Oraré por un milagro”, dijo en voz baja una pentecostal que se alejaba orando en lenguas, con los ojos semi cerrados, sin mirar atrás.
—“Debemos hacer más por la comunidad. Hay que organizarnos”, comentó en tono reflexivo un líder católico, dirigiéndose al parqueo, con prisa pero sin olvido… aparente.
Y sin embargo, ninguno se detuvo. Ninguno preguntó el porqué del pedido. Ninguno ofreció siquiera una moneda. El anciano no pedía grandes cosas. Solo un dólar.
Fue entonces cuando un hombre común, jeans, camiseta, rostro sereno y sin distintivos religiosos, se acercó y le extendió una moneda de un dólar con una sonrisa discreta.
—“Tome, señor. Y dígame… ¿por qué con tanto empeño pide justo un dólar?”
El anciano se iluminó como si le hubiesen devuelto la vida.
—“¡El Señor me ha hecho el milagro! Después de tantos años, hoy me aprobaron la pensión. Solo necesito firmar el documento y pagar una fotocopia. Y eso cuesta un dólar”, dijo con voz temblorosa, pero llena de esperanza. “Y usted… ¿es cristiano?”
El hombre lo miró con ternura y respondió.
—“No. No me identifico con una etiqueta… pero intento seguir a Jesús. Perdono, amo, comparto. No solo hablo de Él, trato de imitarlo.”
Y mientras ambos se alejaban caminando rumbo a la parada de autobuses, el conductor de Uber que había presenciado todo desde su retrovisor, suspiró y pensó en voz alta.
—“A veces, el que menos aparenta ser creyente… es el que más lo demuestra.”
Así vamos por la vida, aferrados a formas, a discursos, a templos, a horarios. Pero olvidamos que el Maestro de Galilea fue claro: lo que hicimos —o dejamos de hacer— por el más pequeño, a Él se lo hicimos.
Y eso, en palabras de otro pasajero que alguna vez llevé, es lo que realmente cuenta.